El primer verano sin abuelas
Reseña de "Kasa Branca" (2024) de Luciano Vidigal, una conversación con Araceli Matus y saudade de abuelas.
Hoy es jueves y tuve un mal humor terrible todo el día. Existe un sentimiento trabalenguas: cuando te fuiste a vivir a otro lado, estás siempre en una casa que no es tu casa, pero allá en casa tampoco tenés más casa. Y cuando te levantás de mal humor es terrible, porque no se entiende nada, dónde es que estás, qué hacés ahí ni adónde meterte.
Plícida, una amiga que nos está alojando muy amorosamente mientras buscamos alquiler, me preguntó si sería síndrome pre menstrual, pero no. Su pregunta fue como la recomendación que hace Daiana Henderson en este poema, en el que también habla de la amistad y la literatura.
No era y ya pasará, así que dejemos mi mal humor atrás. Para subir el astral, como dicen acá, entro en modo reseña cultural. La experiencia de algo creado por otras, otros, entregarme a un universo efímero que existe porque así lo quiso, siempre me hace sentir bien.
Ayer vi una película hecha en Río: Kasa Branca, de Luciano Vidigal. Una favela movie. El director es joven, es su primer largo. Su apellido es el de la favela que está en el morro Dois Irmãos. En la playa de Ipenama o en Arpoador, donde van los turistas a ver el atardecer, cuando el sol ya empezó a irse, lo primero que se ve son las luces del barrio. Vibran brillantes como mica en la piedra. Me imagino que el apellido del director, nacido y criado ahí, viene de los orígenes del barrio. Como esa gente de apellido italiano que se llama Zapatero, Oliva o Romero.
Hay un personaje de la película que vive en Vidigal, medio escondido en las alturas y con un paisaje bellísimo. Pero la historia transcurre principalmente en la Baixada Fluminense, en la periferia de un lugar llamado Chatuba, dice la sinopsis. Bien lejos de Ipanema, Vidigal y toda la postal carioca. Ahí vive Dé, un chico que quedó solo en el barrio cuidando de su abuela, Dona Almerinda, que transita la última etapa de un Alzeheimer. Es una historia sobre la amistad y su poder de inventiva y resolución en tiempos difíciles. También sobre cuando hacés las cosas mal y hay que seguir. Sobre estar solo, sin familia, sin recuerdos.
Cuando la médica comunitaria le dice que ya no hay nada que hacer, Dé empieza a planear cosas que puedan darle alergría a su abuela en sus últimos días. Lo acompañan incondicionalmente Adrianim y Martins, sus dos amigos. Tiene que ir al hospital con su abuela y no hay sistema, después tiene que llevarla a cobrar la jubilación y demoran horas. Una amiga le dice que va a conseguir plata para prestarle, pero el padre de su nena no le pasa la manutención. Lloré, por esas cosas y pensando en mi propia abuela, pero es sobre todo una película linda, con un trío medio catrasca, amable de ver.
Dé está enamorado en secreto. Uno de sus amigos es artista y está desconsolado porque su ex novia no lo perdona por haberla engañado. El otro anda de acá para allá, a los besos, con una amiga trans y la mujer del farmacéutico. Vidigal, el director, regala una postal carioca cuando los tres amantes se meten juntos en el agua fría de un tanque azul de plástico en una terraza de la favela. Sus cabezas, trenzadas y teñidas de fantasía, se mueven al compás de los besos en una fiesta de neón. Las luces de las casas del barrio brillan, de fondo, perdidas en la ciudad hermosa, dura y grande, muy grande que es Río.
Me hizo pensar en una película de la cual no me estoy pudiendo acordar el nombre sobre dos amigas, refugiadas en Francia, creo que un suburbio de París. La película también es linda porque retrata la amistad de ellas, las peleas a los gritos en la adolescencia, los silencios que acompañan momentos complicados (si te das cuenta de qué película hablo, y sabés el título, por el amor de dios, decime). Pero esa película termina en tragedia, esta no. Los amigos siguen, cada uno enfrenta sus cosas, la vida no se vuelve más fácil pero tampoco se detiene.
Vidigal, el director, que se convirtió en la primera persona negra en recibir el premio Redentor a mejor director de largo de ficción en el Festival de Río 2024 por Kasa Branca, logra también poesía en la película. Cada vez que puede, Dé lleva a Dona Almerinda a ver pasar el tren desde la pasarela. Y ella casi sonríe. El movimiento del tren la calma, quizás la ubica en el tiempo y el espacio, le hace pensar en otro lugar, donde no hay dolor.
Me doy cuenta que el malestar viene de la película, aunque la haya disfrutado. Este es mi primer verano sin abuelas. Por primera vez en mi vida, no me fui ni aunque sea tres días a la casa de alguna de ellas, una en el calor del campo en el norte santafesino, otra en el calor y la arena del río Uruguay. Estoy acá, en el calor hondo de Río atrás de los morros, y tendría sentido volver a la casa de ninguna de ellas.
Pasaron los días de la semana y una semana más entre los párrafos de arriba y este que escribo ahora. Pero sigue habiendo algo de abuela rondando por ahí. El viernes fui a la Casa com a Música, un espacio cultural y estudio de grabación, bastante escondido en una terraza a media cuadra de la Escalera Selaron, que trabaja con el Sindicato Nacional dos Compositores Musicais. Se hacía un recital que celebró a una abuela y un abuelo. Tocaron Araceli Matus, nieta de Mercedes Sosa, y Gabriel Vale, nieto de João do Vale, un gran compositor de Maranhão. Acompañados en batería y guitarra, hicieron un repertorio de pura canción latinoamericana, cantada o escrita por sus abuelos.
Como pasa con los compositores, hay muchas canciones de Vale que se hicieron más conocidas por su interpretación. Como Coroné Antonio Bento, popularizada con el swing de Tim Maia. Gabriel contó como “las meninas brancas” tildaron la canción de “rock rural”, como si fuera muy del interior para ser rock a secas.
El recital fue muy lindo y energizante y pude hablar con Araceli después, porque, claro, me daban muchas ganas de hablar con la nieta de Mercedes Sosa. También porque me gustó su forma de tocar el bajo y su voz, dulce, afinada, muy distinta cuando cantaba a que cuando hablaba para nombrar las canciones. En 2021, después de participar en muchas bandas, Araceli grabó Matuseándose, su primer álbum de estudio, en 2021. Así me lo cuenta:
“Lo hice porque siempre toqué en bandas, nunca tuve un proyecto propio. Decidí hacerme cargo de esa vivencia musical, que sólo apareciera mi nombre y hacerme responsable de eso. Me acompañaron muchos músicos, pero la última decisión la tenía yo y eso es lo que yo me gustaba de poder experimentar. Mi mamá era pianista, aunque no hizo una carrera musical. Mi padre era músico, tenía oído absoluto, solo que no se dedicó a estar adelante en el escenario, sino en la producción. Y mis abuelos, por parte de mi papá, eran músicos. Entonces, eso es todo lo que yo tengo y es lo único que más o menos conocí: la música”.
Cuando le pregunto cómo llega a Brasil, recuerda que cuando su abuela volvió del exilio a Argentina, empezaron a llegar a su casa muchos músicos de Brasil. Durante la noche, Araceli interpretó una versión de Alguém cantando, de Caetano Veloso. Su voz está mezclada junto a la de su abuela, su papá y su hermano en una versión de esa canción editada en el disco homenaje Mercedes Florecida (2023).
“Siempre canté con mi abuela y grabé muchas veces con ella, pero nada que se haya editado”, explica Araceli. “La primera vez, yo tenía 10 años, me hizo grabar las voces de referencia de dos temas que a ella le costaba aprender en los viejos Estudios Panda de Buenos Aires. O eso decía ella, porque tenía un repertorio de 800 canciones. Cuando estaba grabando Cantora, me pidió que grabáramos Alguém cantando, yo le dije que no. Fue un error, porque a las abuelas hay que decirle que sí, pero bueno, ya está”. Por eso, dice, ahora canta cada vez que puede esa canción, una de las últimas por las que su abuela tuvo devoción.
Mercedes Sosa es uno de los pocos nombres de la cultura argentina reconocidos en Brasil, al lado de Maradona y Mafalda. Nombres, claro, que trascienden un país. Araceli es actualmente responsable de la Fundación Mercedes Sosa para la Cultura, que tiene la misión de cuidar y difundir el legado de la artista y la cultura latinoamericana. Desde que ganó Javier Milei, ella decidió que la Fundación deje de tener un espacio físico. “Después de la pandemia, en estos momentos que vivimos, no necesito un espacio físico para llevar adelante esa misión, sí para resguardar todas las cuestiones materiales”, explica. Durante un año, cuenta, distintos organismos de Derechos Humanos de Argentina guardaron cuadros, premios, esculturas, ropa de trabajo de Mercedes. Por distintas gestiones, hay piezas en el Museo Histórico Nacional y en el Museo del Folclore en Tucumán. Hay también un poncho y un bombo en el Museo del Instrumento Musical en Phoenix, Estados Unidos, restaurados y en exposición al lado de objetos de Prince.
Junto con la editorial del Estado Plurinacional de Bolivia, la Fundación reeditó el libro Todas las voces, todas. Mercedes Sosa y la política. “Mi abuela hizo una carrera mundial. Entonces, me parece bueno que haya cosas de ella en varias partes del mundo”, afirma Araceli. Es mucho el trabajo, el compromiso y la importancia de la tarea de la Fundación, que algún día, dice Araceli, podrá tener un Museo Mercedes Sosa.
En el repertorio del viernes estuvo incluida Carcará, canción de João do Vale que se hizo inseparable de la voz de Maria Bethânia. Es un himno latinoamericano que enaltece al águila del sertón, un ave que consigue sobrevivir en la sequía. Después de la censura al show de pre-escucha del disco de Milo J en la ex ESMA, me quedo pensando en cómo cambió la relación entre cultura y activismo político desde los 60 hasta hoy. De Volver a los 17, de Violeta Parra popularizada por Mercedes Sosa, que Araceli cantó para alegría de todo el mundo en el recital, hasta Fanático de Lali. En las etiquetas que el mercado le pone a las canciones como si fueran cosas. “Hay canciones que pegan y que quedan y siguen”, señala simplemente Araceli. No se puede decir mucho más cuando hay que alzar la voz y cantar de nuevo.